martes, 8 de diciembre de 2015

MARXISMO Y PERONISMO: REFORMA, REVOLUCIÓN Y MOVIMIENTOS DE LIBERACIÓN NACIONAL



Por Raúl Isman y Adrián Carlos Corbella
"Ni calco ni copia, sino creación heroica".
José Carlos Mariétegui.
Hace aproximadamente un siglo y medio Karl Marx analizaba en “El Capital” (y en otras obras económicas, sociales y políticas) las insalvables contradicciones que corroían al sistema capitalista. Postulaba, en lo central, que esas contradicciones llevarían al orden burgués (necesariamente) a la ruina, bajo la forma de crisis económicas inevitables; que provocarían, a su vez, sucesivas situaciones y crisis revolucionarias. Y que además dicho proceso comenzaría lógicamente por los países centrales, porque en ellos la sociedad capitalista había llegado más lejos. El capitalismo sería sucedido por el socialismo (face inicial), un nuevo modo de producción que, cuando lograra una plena igualdad política, social y económica y expandiéndose por todo el orbe podría ser llamado comunismo (etapa superior). Pero en rigor semejante proceso sólo podría darse en formaciones económicas avanzadas o- por llamarlas ad usum de los años ’90- del primer mundo; en las que se hubiere completado lo central de las tareas burguesas. Dichas tareas resultaban precondición inevitable y necesaria de la revolución proletaria y eran en lo central:
a) Desarrollo de una economía capitalista industrial y avanzada, signo inequívoco que en tal país la clase burguesa se había hecho con el poder económico. Y ligado a lo anterior y desde lo político
b) La creación de un estado nacional, base política correspondiente a la soberanía de dicha clase social. Tales son las tareas propias correspondientes al horizonte correspondiente a la revolución que Marx denominó burguesa.
Hemos glosado, en un apretado y rápido resumen, la teoría de Marx, un analista brillante del sistema capitalista y un profeta de la revolución (proletaria y comunista) que nunca ocurrió. Pero por cierto que la práctica histórica concreta resultó muy distinta a lo previsto en las teorizaciones previas. En principio digamos que uno de los errores o fallas más notorios en las elaboraciones marxianas reside en su mirada general sobre el mundo, notablemente eurocentrista. Son muy escasas las referencias en su obra a la situación colonial (que sufrían al menos tres cuartas partes de la humanidad) y llega a afirmar que el imperialismo ingles asume posturas y rasgos revolucionarios… ¡al conquistar la India! En nuestra opinión, la contradicción imperialismo-nación (o pueblo) asume una centralidad mayor que el enfrentamiento burguesía-proletariado, naciente de la lucha de clases propia del modo capitalista de producción. Por aquellos años, esta última lectura de la realidad mundial (llamada clase contra clase por la tercera internacional) dejaba fuera la comprensión de la problemática en la mayor cantidad de países del orbe y resultaba exótica a los ojos de las masas habitantes en lo que aún no se denominaba tercer mundo. Semejante falla u olvido en la concepción de Marx no puede obviarse para construir una interpretación de casi dos siglos de movimiento obrero y luchas populares en todo el orbe. Puede decirse que la elaboración del autor de Das Kapital es una teoría de la revolución en los países capitalistas avanzados, lo cual puede fundamentarse con diferentes referencias en su obra. La “entrada” de los pueblos del mundo periférico a la “historia” sólo puede ser facilitada por la venia de la avanzada Europa; sea por vía de la burguesía (la colonización británica en la India) o porqué la revolución proletaria en el occidente industrial permitiere a la arcaica Rusia saltar etapas históricas en su desarrollo.
Reforma, revolución
y otras cuestiones
En diversas épocas de la historia y durante las distintas sociedades de clases existieron reformadores de la sociedad. Se trataba centralmente de núcleos críticos (o diletantes) del bloque de clases que ejercía el poder real en sus respectivos tiempos. Tales reformadores intentaban modificar los aspectos más agresivos de la sociedad; a efectos de continuar, por otras vías, la misma dominación. Desde los Gracos y Julio Cesar en la antigüedad romana hasta diversas herejías en los tiempos bajomedievales son ejemplos de la orientación descripta. La literatura italiana inmortalizó una orientación y una época con el célebre personaje Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, protagonista de la famosa novela “Il Gatopardo” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El noble novelado de marras era antepasado del autor y melancólicamente pontifica acerca de la necesidad de realizar transformaciones cosméticas para mantener lo esencial del status quo. Se lo puede leer en la obra literaria citada y ver en la magnífica recreación cinematográfica dirigida por el gran Luchino Visconti.
La cuestión se diversifica con el advenimiento de los tiempos modernos; en los que las reformas sociales pasaron a ser mester de filósofos y utopistas, soñadores de mundos ideales, no necesariamente anclados con clases y actores sociales realmente existentes. Y por otra parte asume mayor complejidad con el vasto movimiento cultural denominado ilustración; ya que- al decir de Antonio Gramsci- se trata de una verdadera internacional intelectual de la revolución burguesa. Pero presta ministros y funcionarios de todo tipo a monarquías escasamente progresistas. Y dejemos sentado que con la ilustración la idea de progreso comienza a ser visto como un valor de alcance universal; es decir deseable para todas las personas. Hasta allí progresismo y reformismo parecían ser términos intercambiables o identificables uno con el otro. Poco después comienzan a autonomizarse. Por cierto que la revolución iniciada en Francia en 1789 pone a prueba el significado de todas estas etiquetas (progresista, reformista, revolucionario, que no estaban aún muy difundidos en las ciencias sociales); ya que en principio la común oposición al antiguo régimen unifica a girondinos (burguesía moderada, “reformista”) con jacobinos (ala izquierda de la misma clase, “progresista”) y “revolucionarios” sans-cullotes y rabiosos (que pueden ser llamados en nuestro léxico actual ultraizquierdistas). Es más, la revolución francesa acuñó el propio vocablo revolución para el lenguaje político. La filósofa alemana Hanna Arendt diferencia tal transformación de las que se produjeron en etapas anteriores; para las cuales reserva el término cambio de las cosas (mutatio rerum, en latín en el original). Y fue precisamente en la Francia revolucionaria donde nació el concepto de revolución comunista, cuando en 1799 se desencadenó la conspiración de los iguales. Tales “primitivos” comunistas no eran más que jacobinos insatisfechos con los límites burgueses de la revolución. Una famosa frase de algunos confabulados, tomar el cielo por asalto, hizo historia en la literatura, las ciencias sociales y el lenguaje de la agitación social y política. Continuador de aquellos primeros revolucionarios comunistas fue Augusto Blanqui (1805-1881). Luego de la revolución parisina de 1848 quedan claramente delineadas dos orientaciones opuestas: la recién referida y la que impulsaba Louis Blanc (1811-,1882), consistente en acceder al gobierno (no al poder) para realizar reformas; no transformar radicalmente la economía y la sociedad, como anhelaban Blanquí y sus seguidores.
Karl Marx observaba los debates referidos y muchos más; al tiempo que participaba en las luchas revolucionarias. Su obra no deja de ser una larga reflexión sobre los citados debates en diálogo con la experiencia histórica del movimiento obrero y comunista. Pero si bien el autor nacido en Tréveris reivindicaba una condición científica para “su” socialismo y una carácter radical para la revolución obrera y comunista para la cual militaba, jamás desconoció que diversas fuerzas reformistas (los sindicatos ingleses, los socialistas alemanes, los demócratas franceses; por ejemplo) eran retoños “del palo”; es decir agrupamientos integrantes de una misma familia (o movimiento). No puede ser más contrastante su actitud con, por ejemplo, la posición de los partidos Trotskistas de la Argentina; que se caracterizan no sólo por la agresión verbal constante (que no puede confundirse con la verdadera crítica) hacia las posiciones reformistas, si no también por verdaderas guerras discursivas a lo interno de las propias sectas troskosáuricas; enfrentadas entre si por cuestiones tan acuciantes para las sufridas masas laboriosas como cual de ellas es la verdadera guardiana de la sagrada ortodoxia troska.
La revolución rusa:
¿especificidad nacional o modelo universal?
Los vericuetos de la historia hicieron que la primera revolución exitosa se diera en Rusia, país que distaba mucho de ser una formación social con un capitalismo más avanzado y perfeccionado. La Rusia de 1917 apenas si había comenzado un tímido proceso de industrialización. Por añadidura, el crecimiento de un espacio manufacturero obedecía más a la acción de un modernizador ministro reformista, que al crecimiento de una clase burguesa con capacidad de disputar el poder contra la altiva y parasitaria aristocracia y contra la propia autocracia zarista. Por otra parte, Rusia dependía financieramente de Francia, e industrialmente de Inglaterra, Alemania y Francia. Las oprimidas zonas asiáticas del Imperio eran coloniales y claramente “subdesarrolladas”.
Por todo ello en el Partido Obrero Social Demócrata Ruso las posiciones se dirimían alrededor del carácter de la revolución en Rusia; es decir que revolución era posible en el país de los Zares. Hubo una fracción, denominada Mencheviques, que postulaba una fase necesaria de revolución burguesa, para que recién allí fuere posible una trasformación con objetivos socialistas. Lenin- dirigente de la fracción bolchevique- planteaba que la revolución era posible en Rusia pese a sus aspectos económicos, sociales y políticos atípicos, de acuerdo a los cánones marxistas más arriba descriptos. Rusia, según los Bolcheviques y particularmente su calvo dirigente, debía transitar un proceso revolucionario que era esquematizado bajo la fórmula dictadura democrática de obreros y campesinos. Desde semejante enunciado se afirmaba las clases sociales mayoritarias, explotadas y oprimidas que pudieren resultar sujeto de la transformación; al tiempo que, por omisión, quedaba fuera de la alianza social revolucionaria la impotente burguesía rusa. Así las elaboraciones de Lenin (y Trotski) supieron hacer una creativa lectura de la realidad y no una copia de esquemas muertos. En palabras de José Carlos Mariátegui, “creación heroica y no copia”. Y de este modo Rusia abandonó el capitalismo durante 70 años, logro sortear la invasión y el bloqueo de diversos países, pudo repeler la invasión nazi y disputar contra E.E.U.U. la hegemonía mundial durante los complejos tiempos de la Guerra fría (1945-1991).
Digamos que la revolución rusa significó además un desgarramiento entre las dos tradiciones que conformaban el movimiento obrero y socialista. La nucleada en la segunda internacional (reformista) y el nuevo conglomerado mundial que paso a llamarse la Komintern (Internacional Comunista). La formación de está última significo que la ruptura aparecida con la primer guerra mundial se ahondó hasta volverse definitiva; no sin tétricos resultados para los trabajadores, como demuestra la caída de Alemania bajo el nazismo en 1933. Además, la revolución rusa no fue analizada por los núcleos de la tercera como resultado de una excepción histórica, sino como la norma exclusiva que debería transitar todo proceso transformador en el orbe entero y a la cual deberían amoldarse revoluciones y revolucionarios. A ello contribuyeron la conducción del Partido Comunista de la U.R.S.S. y ciertas elaboraciones de la tercera internacional, como las veintiún condiciones de ingreso, que presentaba el modelo bolchevique como camino exclusivo y excluyente y que cada sección debería impulsar en cada país. Pero sin dudas que resultó un acierto el reconocimiento de la cuestión colonial y nacional, plasmado en diversos documentos. Luego de Marx , el mundo periférico resultaba visible, auspiciosamente, en las elaboraciones teóricas y en la práctica política del movimiento comunista internacional transcurridas casi cuatro décadas de la muerte del filósofo de Treveris. Casi contemporáneamente, en diversos países de América Latina, nacían los debates que dieron por resultado la aparición de la corriente denominada izquierda nacional; que intentaba servirse del marxismo para alumbrar la comprensión de la realidad de nuestro continente y no que la propia realidad fuere constreñida a adecuarse a los cánones de un dogma fosilizado.
El epicentro revolucionario del siglo XX se desplaza hacia
el sur tercermundista
Además de Rusia, casi todos los países que hicieron en el siglo XX revoluciones eran formaciones económicas periféricas, no industriales, llamados luego de 1945 tercermundistas, coloniales o semicoloniales. Por fuera de cómo se presentaron discursivamente, se trató de luchas por crear estados nacionales que no podían ser tales por causa de la opresiva presencia imperialista.
Uno de los mejores ejemplos es China; que enlaza su revolución con la lucha contra la fragmentación feudal (los señores de la guerra) y la presencia imperialista en las grandes ciudades. Durante la segunda guerra la lucha se dirige contra la invasión japonesa, y en un largo proceso revolucionario se liquida la dependencia semicolonial respecto a Europa, Japón y Estados Unidos, logrando crear- a partir de la gran revolución de 1949- su primer estado realmente nacional durante los tiempos modernos. Hoy queda sólo el nombre de las intenciones comunistas del partido de Mao, pero China es una formación estatal que disputa en pie casi de igualdad con el resto de los principales país del orbe.
Otro caso es Yugoslavia, un país periférico de Europa, arrasado por los vendavales de expansionismos varios, y claramente “balcanizado” antes y después de la revolución dirigida por Josip Broz (Tito), que al igual que en la patria de Mao pudo lograr por primera vez en toda su historia un estado nacional digno de llamarse de este modo. A la muerte del líder y fundador, su construcción fue liquidada por la presión conjunta del imperio norteamericano y los europeos.
Vietnam hace su revolución, mientras lucha por echar a los invasores japoneses y a potencias coloniales o neocoloniales como Francia y Estados Unidos. La realidad social en la patria de Ho-Chi-Min en la actualidad no es muy distinta a China. Pero las negociaciones con el capital internacional se hacen desde la existencia de un estado nacional soberano.
En Cuba, existía un agregado a la constitución, la Enmienda Platt, que permitía a E.E.U.U. intervenir en la isla cada vez que quisiere y ello puesto en el propio texto constitucional. La revolución que se inicia con la intrépida y audaz expedición del Granma tiene un claro objetivo de independencia nacional y las grandes trasformaciones sociales son posteriores a la primitiva afirmación patriótica. Mas cerca en el tiempo, Nicaragua era parte del “Patio Trasero” en su definición más plena. E inclusive se le puede quitar la condición de patio de los E.E.U.U. En todos los casos que hemos balanceado sumariamente, la revolución fue centralmente un proceso de liberación nacional. Las transformaciones sociales que se dieron fueron en gran medida posteriores a la creación del referido estado independiente. Por otra parte se trató incluso de una política que completó o concretó la organización estatal de marras.
Las izquierdas vernáculas:
liberación nacional e incomprensión intelectual (y política)
En todas estas revoluciones con apariencia de “socialistas”, “marxistas”, “comunistas”, el proceso de cambio social fue acompañado de un proceso de “liberación nacional”, de ruptura de lazos coloniales o semicoloniales. Es que resultaba una precondición de cualquier iniciativa a favor del bienestar popular que se rompieren los lazos que ataban a cada país con el imperialismo. Fueron revoluciones “internacionalistas” (parte general del proceso de liberación de los pueblos). Y a la vez fueron revoluciones “nacionales”. Todas integraron ambos procesos, a su estilo, y en distinta medida. En nuestra opinión, resulta decisivo este segundo componente nacional o independentista.
La izquierda latinoamericana, en general, y la argentina, en particular- con escasas y honrosas excepciones como el peruano Mariátegui o el argentino Ugarte- adolecieron, y aún adolecen, de graves dificultades para comprender la marcha de las transformaciones sociales y la simple realidad empírica. Por ello, no podían advertir cómo en esas revoluciones socialistas lo “internacionalista” se fusionaba con aspectos de indudable contenido “nacionalista”, que eran parte de un proceso de liberación nacional. La causa fundamental era el rígido ideologismo padecido por los cenáculos izquierdistas; que los conducía a cuestionar a la impoluta realidad por el grave pecado cometido por ésta, consistente en no adecuarse a sus ensueños teóricos.
Las ideas socialistas y anarquistas llegaron a la Argentina con los inmigrantes europeos. Y, como los europeos tendían a concentrarse en algunas áreas muy definidas (Buenos Aires, Sur de Santa Fe con Rosario como eje) que se europeizaron profundamente, pudieron transplantar sus fuerzas políticas originadas en el ámbito europeo al nuevo continente no sólo sin realizar ninguna adaptación: también sin pensar en las nuevas condiciones en que desenvolverían su acción. De modo que para anarquistas y socialistas no había diferencias entre países imperialistas y periféricos a la hora de encarar la lucha por la transformación social. Su punto de partida implicaba desconocer el profundo carácter condicionante y distorsionante que el imperio tenía sobre nuestras sociedades.
El Partido Socialista, fundado en 1896 por Juan B. Justo y otros dirigentes, era una fuerza pensada para resultar similar y confluyente con los partidos análogos del mundo industrializado. Es decir, se creó bajo una concepción eurocentrista. Había no obstante diferencias muy sensibles: en Europa el socialismo ganó, en general, muy rápidamente al movimiento obrero. Aquí, el escaso desarrollo industrial contribuyo a que la inserción de la creación justista se focalizara en destacamentos de clases medias pobres y trabajadores calificados. El proletariado industrial era una minoría en el océano de los sectores populares de un país semicolonial.
Discursivamente el socialismo en la Argentina se paró en los arrabales de su casi contemporánea U.C.R.: cuestionaba la corrupción y no el modelo económico agroexportador; llegando a la “incomprensible” apología del libre cambio; en lugar de impulsar la defensa de la industria nacional por medio de medidas proteccionistas (que daría por resultado el incremento social de las fuerzas del movimiento obrero). En nuestra opinión existían dos causas para que resulte inteligible la extraña orientación. A saber:
a) La no comprensión (o si se prefiere radical incomprensión) de la cuestión nacional. De hecho, el P.S. fue un ala izquierda del imperio antes que una fuerza anclada en la comprensión de las necesidades, sufrimientos y la propia historia del pueblo argentino.
b) Por otra parte, el partido- al asumir las posiciones anti-protección industrial- refrendaba de hecho su interés e intención de representar centralmente a las capas medias consumidoras; más que a la totalidad del pueblo argentino.
Esta fuerza hacía aquí similares cuestionamientos a los que hacían sus partidos hermanos europeos, pero con un desdén extraño hacia nuestro país: llamaban despectivamente política “criolla” a lo propio de la nuestra sociedad. Quizás por esto mismo nunca pudieron ingresar a la Argentina profunda, criolla, latinoamericana, ni entender sus problemas; a sus habitantes los socialistas les resultaban “extranjeros”. Se autocolocaban además en un extraño sitio de superioridad moral. Conciente o inconcientemente participaban del modo oligárquico de relacionarse con el sustrato popular de nuestra sociedad; al cual negaban. Por ello no puede extrañar que el emerger del verdadero proletariado argentino- el 17 de octubre de 1945- fuera visto por el Partido Comunista codovilleano como la salida a la superficie de los lumpen, a los cuales dichos “comunistas” se proponían para reprimir.
La izquierda que había nacido en tiempos pre-peronistas asumió como propio todo el profuso aparato armado en lo cultural e ideológico por parte de la oligarquía terrateniente y su creación, el Estado liberal de la Organización Nacional. Digamos a modo de ejemplo que el historiador cuasi oficial hasta los años ’80 del Partido Comunista Argentino, Leonardo Paso, era tan mitrista que, a su lado, podría pasar hasta un columnista de La Nación como revisionista del ala ligada a la izquierda. Por otra parte, ni socialistas ni comunistas cuestionaron al Modelo Agro-exportador, ni lo denunciaron como mecanismo de dominación neocolonial. En dichas fuerzas aparecía de modo desvergonzado y ridículo las desviaciones que hemos referido líneas arriba, es decir, plantearle al pueblo un esquema extraño, exótico y extranjero de revolución, al cual era imperioso amoldarse. Por ejemplo, la petulancia del P.S. al analizar muestra sociedad viró muy rápidamente en complicidad con el golpe del ’30. O el P.C. llamando a desarrollar… soviets de obreros y campesinos… en la Argentina, consigna tan imbricada en la realidad como la esperanza de otra secta izquierdista varias décadas después en la llegada de extraterrestres para favorecer la revolución proletaria. Tampoco hubo críticas para con el Estado europeizante que renegaba de todo aquello que oliera a “criollo”, “nacional” o “latinoamericano”. Tomar como propio- sin atisbo ninguno de polémica crítica- el arsenal cultural de la oligarquía terrateniente significa la rotunda y radical incomprensión por parte de dichas fuerzas del problema nacional.
Socialistas y comunistas profesaban una admiración sin límites hacia figuras como Rivadavia y Sarmiento, íconos del liberalismo; los veían como “progresistas”, por su anticlericalismo, su laicismo, los aportes del sanjuanino a la educación y su oposición a los resabios “feudales”. Pero aquellos mentados (reales o imaginarios) ademanes progresistas no alcanzaban a ocultar el rol vasto e inestimable de los mencionados “próceres” en la construcción de un orden neocolonial, ni sus vinculaciones con los imperios; a los cuales tomaban acríticamente como modelos: Rivadavia a los piratas british, Sarmiento (profético) a los E.E.U.U.. Por ende no podían comprender que una Argentina atada al diseño de la división internacional del trabajo diseñada por los países centrales no podría desarrollar todas sus potencialidades. Es decir; el ABC de la cuestión nacional. Por ello, nunca entendieron que la Argentina, a diferencia de Inglaterra, Alemania, E.E.U.U. Italia o Francia, era un país periférico, neocolonial, donde cualquier lucha “social” debería ser paralela a un combate por la “liberación nacional” y por la integración de las dos Argentinas: la Argentina “europea”, tributaria y derivada de la ciudad puerto y del Estado liberal, escenografía monumental pero frágil, y el otro país profundo, con sus bases demográficas y culturales criollas y latinoamericanas, a las que Scalabrini Ortiz llamaría años después “el subsuelo de la patria (sublevada)”.
Por eso, cuando comenzaron a principios del siglo XX las discusiones acerca de la necesidad de aplicar un modelo proteccionista de la industria incipiente que había en el país económico, el socialismo se embanderó con el librecomercio en defensa de los “derechos de los consumidores”, sin entender que de lo que se hablaba era de medidas para lograr una mayor independencia económica, es decir, medidas “descolonizantes”. Es que una sociedad que depende de los suministros externos en bienes manufacturados se halla condicionada fuertemente por tal dependencia. Así, socialistas y comunistas se transformaron en el “ala izquierda” de esa Argentina europeísta y liberal, y fueron quedando cada vez más descolocados cuando esta gran estructura comenzó a desmoronarse y estalló luego de la gran crisis.
Lo ocurrido luego del famoso jueves negro en octubre de 1929 sólo podía resultar asombroso para observadores incautos. El aparatoso edificio de la Argentina liberal, europea y agroexportadora ya había entrado en crisis varios años antes del (primer) Centenario. Síntoma de tal crisis era la conflictividad social que obligó a la oligarquía a abandonar los devaneos reformistas y promulgar las leyes de Residencia y Orden Social. Represión por los “cosacos” de Ramón Falcón y Estado de Sitio fueron el rostro sin máscaras del estado liberal. Por otra parte, la U.C.R.- que significó la pinza política para debilitar al orden oligárquico y que accedió con Hipólito Yrigoyen a la presidencia por primera vez sin fraudes- demostró su incapacidad e inconsecuencia para conducir un proceso de liberación nacional. Durante las huelgas ocurridas durante la primer presidencia de Yrigoyen la represión superó en saña, violencia, masividad e ilegalidad a los terribles tiempos de Falcón.
Además, la Primera Guerra Mundial y en mucha mayor medida la crisis del ’30 estimularon cierto nivel de industrialización por sustitución de importaciones, proceso que se vio acompañado por un éxodo rural que hace entrar en contacto tangible y físico a las dos Argentinas: la Argentina “europea” de las áreas portuarias y la más latinoamericana del Interior. Pero el elemento que dio el golpe de gracia al orden oligárquico y su estado liberal y europeizante en gran medida provino desde el exterior, con los cambios que acompañaron al reemplazo de Inglaterra por Estados Unidos como poder dominante en el mundo. Es que la rubia Albión tenía una economía complementaria con la nuestra; mientras que la de E.E.U.U. competía por vender productos agropecuarios en el mercado mundial. Argentina se había especializado económicamente para ser “socio” de Inglaterra, para venderle carne, trigo, lana y cuero a cambio de sus bienes industriales, Cuando comienza el ascenso de Estados Unidos, nosotros no podemos redirigir nuestras exportaciones hacia el nuevo sol mundial, por la simple razón de que ellos eran productores de esos mismos bienes.
En esta Argentina surge el peronismo, emerge “el subsuelo de la patria sublevada”, como diría Raúl Scalabrini Ortiz, como si de una erupción volcánica se tratase. Es un movimiento que une todo aquello dejado afuera, ocultado, invisibilizado, por la “Organización Nacional”. Y levanta banderas de liberación nacional, que van, desde la integración de esas dos Argentinas que habían marchado paralelas, hasta el rechazo al vínculo neocolonial con Inglaterra y la resistencia a establecer un nuevo vínculo colonial con los Estados Unidos.
El lema “justicia social, independencia económica, soberanía política” hace clara referencia a estas cuestiones, a esta lucha por la liberación nacional y por definir una “Nueva Argentina”, alejada de aquella escenografía europeísta.
Y si bien el peronismo tenía contradicciones ideológicas muy fuertes (y las tiene hoy, y probablemente las seguirá teniendo) los partidos de izquierda se quedaron en el análisis de ese perfil ideológico y no lograron entender el carácter de “movimiento de liberación” que el peronismo asumía. Así, rechazaron al peronismo, lo acusaron de nazi-fascismo (otra vez, aplicar categorías extrañas, elaboradas en otras latitudes que no podían ni rozar la comprensión del nuevo movimiento). En su ensoñación de conducir a un proletariado cuasi virtual se pusieron en la vereda de enfrente de la clase obrera real y junto a los enemigos del pueblo y de la nación. Confundiendo la Argentina de 1945 con la Europa ocupada y arrasa por el hitlerismo, declararon que las masas obreras del 17 de Octubre eran multitudes de facinerosos y desclasados, y cerraron filas con las demás fuerzas de la Argentina europeísta: socialistas, comunistas, radicales, demoprogresistas y conservadores, clases medias y oligarcas; todos unidos en la Unión Democrática, a la que apoyaban el Partido Comunista (es decir, la URSS) y la gran conductora del aquelarre: la embajada de los Estados Unidos que buscaba sentar las bases del dominio norteamericano sobre el país. Durante los dos primeros mandatos de Perón, el nuevo movimiento realizó diversas síntesis en lo ideológico. Primero, en su conformación interna mezclando distintos orígenes políticos para dar lugar a una nueva identidad. Y también de los debates que nosotros glosábamos líneas arriba: en nuestra opinión carece de significatividad la polémica reforma-revolución. Las realizaciones de los dos primeros períodos del fundador- incuestionablemente favorables al pueblo- serían analizadas como procesos reformistas por una mirada marxista libresca. Pero si se analiza la situación de la economía nacional, los beneficios para los trabajadores, la capacidad de intervención estatal y la autonomía de la nación toda contra el orden capitalista mundial ¿Caben dudas que se trató de una revolución (nacional y popular)?
El peronismo, por supuesto, no está exento de sus coloridas y trágicas contradicciones: cuando olvida su rol de movimiento de liberación nacional (durante la nefasta década de los ’90) se transforma apenas en una fuerza de centro-derecha con rasgos populistas, una suerte de conservadurismo de masas. Pero son esas etapas las que permiten a los progresistas blandos, alardear de rumbos avanzados que sólo son posibles discursivamente cuando el gran barco justicialista orilla fuertemente a estribor. Los tiempos actuales son largamente elocuentes acerca de ciertas fuerzas, comunicadores, intelectuales y otras personalidades que cuando el Kirchnerismo coloco al peronismo a la izquierda, quedaron irremediablemente soldados a su derecha, y mostraron su verdadero rostro. Sólo cuando el movimiento creado por el coronel sonriente y la siempre joven Eva recupera la memoria y pone en primer lugar la justicia social, la independencia económica y la soberanía política, se convierte en la columna vertebral de la larga marcha de la patria hacia su liberación. Entonces se da la mano con otras fuerzas, claramente de izquierda y se convierte en el único progresismo posible y existente. Lo mismo que decíamos poco antes puede afirmarse de los tiempos K: se trata de un gobierno reformista, dirían con más o menos petulancia los cultores del marxismo libresco. Pero cerremos los ojos y evoquemos la Argentina durante los ’90 y hasta el 2003. ¿No es revolucionario que nuestro país integre la vanguardia de los gobiernos que batallan por la segunda independencia continental, que los organismos de derechos humanos tengan la recepción que logran en el actual gobierno, que los trabajadores hayan revertido el sometimiento patronal impuesto por el neoliberalismo, por citar sólo algunas cuestiones destacables? De modo que dejemos para revolucionarios de papel la disquisición acerca de si reforma o si revolución y vamos a sumergirnos de lleno en la militancia para que la consigna nunca menos se transforme de hecho en siempre más (a favor del pueblo y de la patria).
Este otro peronismo, seguramente el más genuino, el peronismo corrosivo, el peronismo disruptor, el que se remonta a Eva, al 17 de octubre (y que integra en síntesis de hecho las luchas obreras previas) que se nutre de la experiencia de la Resistencia, el de Cooke y el Perón de discurso tercermundista, el de La Tendencia y el camporismo, el del Grupo de los 8, el Frente Grande y el MTA, conduce claramente al kirchnerismo: la etapa superior del peronismo.
Gran parte de la izquierda tradicional ha realizado la autocrítica de sus errores en el ’45 (dos fracciones del P.C., algunos destacamentos del P.S). Otras, por el contrario, han tenido demasiadas dificultades para diagnosticar la realidad, no pueden comprender donde se hallan los enemigos históricos de la nación y del pueblo y mucho menos vincular los cambios sociales con el proceso de liberación nacional.
Por sus inocultables virtudes y pese a sus evidentes defectos el peronismo, se ha transformado en el eje inevitable de cualquier proceso de cambio social en la Argentina. Lo fue. Lo es. Y, posiblemente, lo seguirá siendo por mucho tiempo.

viernes, 17 de julio de 2015

UN GRAN ARTÍCULO DE RAÚL ISMAN, HISTORIADOR ARGENTINO CONTEMPORÁNEO

05-04-2012

Tres décadas de Malvinas
Cuando la dictadura se suicidó



Bajo un manto de neblina
No las henos de olvidar…
De la marcha oficial
que se escuchaba en los medios
durante el conflicto

Los aniversarios terminados en 0 o en 5 resultan más propicios para recordar - con tristeza o fastuosamente- los acontecimientos que dejaron una impronta significativa en la historia de los pueblos. Es el caso del que se recuerda hoy, trigésimo aniversario del desembarco argentino en el archipiélago de Las Malvinas, mentado Falkalnd por los británicos. En las siguientes líneas, escritas originalmente en el año 2001 y actualizadas cada tanto, dejaremos sentada nuestra opinión; a contrapelo de las muchas posiciones predominantes. Siempre es bueno recordar como el 2 de abril de 1982, los sufridos habitantes de nuestro país nos desayunamos con una noticia sorprendente: la dictadura militar más entreguista que conoció el país en toda su historia había recuperado las Islas Malvinas, territorio argentino usurpado por los ingleses desde 1833. La noticia - que provocó alegría en los ingenuos y desconfianza en los ciudadanos más críticos- soslayó y sirvió para silenciar muchas cuestiones decisivas: una de ellas fue la feroz represión descargada sobre la marcha que - contra la política económica neoliberal del gobierno procesista y sus secuelas terribles sobre el cuerpo social de la nación- la Confederación General del Trabajo (C.G.T.) había realizado dos días antes. Otra, el deterioro de las condiciones de vida del pueblo, enorme por aquellos días. Por otra parte, a menudo ni siquiera se menciona que la “sorprendente” novedad había sido sugerida y anticipada de modo críptico por algunos diarios desde meses antes. Está por escribirse una historia pormenorizada acerca de la influencia y el obrar de los medios en los tiempos previos, durante el conflicto (en descarada complicidad con los objetivos de los dictadores para ocultar la marcha de la guerra al pueblo) y en los acontecimientos posteriores.

Para poder comprender adecuadamente lo que ocurría en 1982, es necesario reflexionar sobre las causas de la aventura militar, aventura que costaría gran cantidad de vidas y el abandono de los militares del poder como respuesta necesaria a la derrota humillante frente a las tropas imperialistas, superiores en tecnologías de todo tipo, armamento y preparación para el combate. Esta reflexión resulta absolutamente necesaria dado que la debilidad y raquitismo que exhibió la democracia argentina durante parte de su trayectoria hunde sus raíces en los tiempos finales de la dictadura genocida y la mordedura del polvo por parte de los genocidas se halla más causada en la (auto)humillación que se confirieron, que en un proceso de lucha popular masiva que los arrojase fuera del poder político.

En distintas circunstancias, como clases y conferencias, interpelados los auditorios con la pregunta de quien comprende mejor el fenómeno de la guerra, si un filósofo o un guerrero, las respuestas se dividen entre la primera o la segunda de las opciones. En realidad, la mayor claridad la aportó el alemán Carl von Clausewitz (1780-1831), quien fue al mismo tiempo militar y filósofo. En su célebre tratado "De la guerra" afirma que...

“La guerra no es otra cosa que una prolongación de la política”.

Para decirlo con otras palabras, es la continuación de la política por otros medios. Por ello, comprender la guerra de las Malvinas implica necesariamente captar cuales fueron las direccionalidades políticas que se continuaron por medio de las armas, en la guerra iniciada en el Atlántico Sur.La dictadura argentina había asumido el poder en 1976, favorecida por la situación de crisis absoluta que se vivía en el país. Esto le dio el consenso necesario para legitimarse. Nunca está de más sostener que ningún gobierno puede sustentarse sin contar con la aceptación - activa o pasiva- de una franja sustancial de la sociedad. Estos sectores - que prestaron su apoyo a los genocidas- no fueron toda la sociedad, ya que alcanzó con reprimir, silenciar y aterrorizar a los más férreamente opositores. Entre quienes alentaron el golpe se destacaban sus principales beneficiarios: los grandes empresarios, el poder económico. Pero también le prestaron aceptación pasiva sectores populares paralizados por la inflación imperante en la época, por la crisis política-institucional y por la violencia irracional de las organizaciones guerrilleras. El imperativo de orden que los militares encarnaban fue lo que les dio la legitimidad, a despecho que tal orden era conquistado por medio de terribles violaciones a los derechos humanos. Por otra parte, ni puede ni debe omitirse que semejantes tropelías no eran un secreto para nadie y que eran aceptadas (aún con poco oculto entusiasmo) por parte de franjas significativas de nuestra sociedad.
Debido a la continua aplicación de una política económica que empobrecía a gran parte del pueblo, desindustrializaba al país y desestructurada los mecanismos estatales para favorecer a los sectores más débiles, el primitivo apoyo con que contaban los militares se había desgastado a lo largo de los ya seis años transcurridos desde el veinticuatro de marzo de 1976. La deuda externa y la desindustrialización habían descapitalizado al país; el desempleo y la pobreza iban en constante aumento con sus inevitables secuelas de marginalidad y achicamiento del mercado interno, la especulación financiera (popularmente llamada la plata dulce) era una práctica constante que socavaba las reservas morales - además de las económicas- de la nación, por citar sólo algunas circunstancias que avalan lo que afirmamos. Por lo tanto, los militares - debilitados también ellos por las diversas crisis que desgarraban a la sociedad y por sus disensos internos- deseaban relegitimarse.
Para ello inventan la ridícula aventura de Malvinas, que comenzó con la acción de unos “operarios” en las vecinas Islas Orcadas. Entre los “trabajadores” (que fueron detenidos al poco tiempo por tropas británicas) se hallaba nada menos que un paradigma de la represión procesista el infame Capitán Alfredo Astiz. El conjunto de la logomaquía pergeñada por los cerebros dictatoriales constituía una extraña idea que parecía más adecuada para la imaginación afiebrada de algún novelista influenciado por el realismo fantástico o mágico que para la frialdad que debe guiar el pensar de verdaderos estrategas. Es así que una exótica nación del fin del mundo, dirigida por un general borracho (ebrio le habló a una multitud en vísperas de la conflagración), el inefable Leopoldo F. Galtieri que había reemplazado a su colega Viola a fines de 1981, pretendía desafiar al complejo militar más sofisticado del orbe: la O.T.A.N., preparado a su vez para lidiar con la que entonces era la otra superpotencia, la Unión Soviética. La inevitable derrota significó el fin de la dictadura, en una escena que parece calcada de cuando un boxeador tonto se noquea a si mismo haciendo sombra en el gimnasio. Pero en esta derrota, originada en su propia estupidez e incapacidad y no en la movilización popular, se origina gran parte de la debilidad e inconsecuencia de la democracia argentina durante gran parte de sus casi tres décadas de existencia.
Sintetizando, la política que lleva a la guerra de las Malvinas - desde el bando de los militares argentinos- consistía en la necesidad de relegitimar a un régimen criminal y saqueador desgastado por la continua aplicación de un modelo de características neoliberales que causaba pobreza y exclusión en lo político, lo económico y lo social. El objetivo de los genocidas era que la recuperación de un territorio nacional irredento hiciera olvidar a la sociedad las gruesas dificultades que atravesaba por culpa precisamente de las políticas aplicadas por la dictadura.
Por el lado británico, la situación no era muy distinta. Gobernaba desde 1979 la primer ministro conservadora Margaret Thatcher, la dama de hierro, quien no pasaba su mejor momento debido a la resistencia de los sindicatos de trabajadores contra su política económica neoliberal. En rigor, fue el primer gobierno en un país central que impuso su orientación nefasta para los sectores subalternos. Poco después la seguiría Ronald Reagan en E.E.U.U. y previamente la había precedido la infame dictadura de Pinochet en el sufrido Chile. No es muy frecuente que se resalte el hecho que la imposición del liberalismo económico en nuestra América tuviera por condición previa despotismos sangrientos.
Mariano Grondona, crítico pertinaz contra el actual gobierno nacional supuestamente por su acendrado “autoritarismo”, se preguntaba frente a la debacle política del criminal Pinochet como poner a salvo su política económica. Es decir, que el neoliberalismo es antitético con la democracia, como demuestra la situación contemporánea en la Unión Europea (ver por ejemplohttp://www.redaccionpopular.com/articulo/el-ocaso-de-la-democracia-europea). Para Thatcher, la ocasión de ”liberar” territorio “británico” caído en poder de la junta militar argentina - que ella a partir de la invasión pasó a denominar “fascista”- resultaba fundamental para fortalecer su cuestionada acción de gobierno, exaltando el sentimiento nacionalista de su pueblo, en gran parte nostálgico de la época de apogeo del imperio. En síntesis, se trataba de relegitimar también a un gobierno débil y desgastado en este caso por una oposición social muy activa, durante aquella época (fines de 1981 y principios de 1982).
Los observadores de ambos lados - a partir del desencadenamiento del conflicto- pudieron observar, curiosos, extrañas mutaciones. El gobierno militar argentino, en especial Galtieri - que hacia fines de 1981 había asumido con la explícita vocación de que la Argentina volviera al mundo occidental- debió arrojarse en brazos de una rara alianza con el movimiento de países del tercer mundo. En una recordada conferencia de países tercermundistas celebrada en La Habana, el ya fallecido canciller de dos dictaduras, Nicanor Costa Méndez, se abrazaba (por cierto, más que azorado) con el mismísimo Fidel Castro, en una extraña parábola de la alineación occidental. En Inglaterra, las cosas no eran muy distintas. Margaret Thatcher denunciaba a la “sangrienta dictadura” que ella misma había avalado poco antes.
Mientras tanto, la prensa lamebotas del proceso la presentaba como un enemigo de la nacionalidad; cuando en ocasión de su triunfo electoral, se había deslumbrado con “la simpatía y el coraje” de la “Dama de hierro”. Un año antes del conflicto, la televisión argentina - absolutamente controlada por el estado genocida- había transmitido (en vivo y en directo y con insoportable tono de boberías) el casamiento del príncipe Carlos y la fallecida princesa Lady Di. Como se ve - hoy como ayer- recopilar las groseras deformaciones, arbitrariedades y censuras de la prensa autodenominada independiente ameritan ya no un libro: si no una colección en varios tomos.
Pero no todo era cuestiones banales o vacías. En ocasión del conflicto se comenzaba a descubrir tardíamente las distintas manifestaciones de la cultura nacional, silenciadas hasta entonces por los medios y ámbitos dirigidos por la dictadura. Los medios de difusión - tanto la T.V. como la radio- redescubrían a artistas hasta entonces reducidos al silencio por la cruel y oprobiosa censura de los genocidas.
Relatar la derrota argentina es redundante, porque no podía ser otro el resultado. El ejército argentino era una fuerza preparada para la represión interna y no para la guerra exterior. Además, los militares vieron uno a uno como fracasaban todos sus cálculos políticos. Es preciso recordar que La guerra no es otra cosa que una prolongación de la política.
Haremos un somero listado de ellos:
1) No van a venir, les queda muy lejos afirmaba un ridículo comodoro de la fuerza aérea por televisión. El oficial de marras, Juan José Güiraldes, era descendiente del autor de una célebre novela gauchesca. ¿Habrá confundido la guerra inminente con una payada o con una trifulca de cuchilleros ebrios en una pulpería? Mientras tanto, el gobierno de Margaret Thatcher preparaba una impresionante flota.
2) La conducción militar pensaba que E.E.U.U. iba a ser neutral durante el conflicto, en reconocimiento del “trabajo sucio” realizado por comandos argentinos en Centro América y de otras tareas; como las que la dictadura realizó durante el golpe de estado dado en Bolivia, por el general García Meza en 1980. Entre los años 1977 y 1981 gobernó en Estados Unidos el presidente demócrata James Carter, quién afirmó una política de defensa de los derechos humanos que lo llevó a abandonar el apoyo previo de su país a las dictaduras sangrientas de centro y Sudamérica. En este contexto, los militares argentinos se postularon para reemplazar el histórico papel de supergendarme, que tradicionalmente había sido propio del “gran país del norte”. Desde 1981, los republicanos tornaron al gobierno y los militares argentinos esperaban recibir la gratitud por haber reemplazado a la “madre patria”. En cambio, el gobierno de Reagan privilegió la alianza estratégica con Gran Bretaña y no le concedió absolutamente nada a los militares, que ya resultaban a sus ojos un puñado de coloridos pero trágicos aventureros: una suerte de wagnerianos ridículos, desprovistos del hálito grandioso de las operas tan al gusto de Adolfo Hitler y más cercanos a personajes del sub-género bufo. Es que un imperio tiene intereses y se sirve de sus lacayos sin molestarse en brindarles gratitud. La llegada de la flota británica - y la eficaz acción que desplegó, como el hundimiento del Crucero Belgrano- hubiera sido imposible e impensable sin el aporte de información satelital brindada por el coloso del norte.
3) Cuando ya estaba la flota en las cercanías de las islas, el gobierno argentino quiso negociar, pero se encontró con que la primer ministro británica torpedeó la posibilidad de evitar la guerra con el citado hundimiento del crucero General Belgrano.
La desigual batalla es por demás conocida. Poco pudieron hacer los esforzados conscriptos y algunos oficiales valientes y abnegados frente a un ejército profesional, altamente entrenado y equipado con la más moderna tecnología bélica. En realidad, además de las fuerzas británicas, los soldados argentinos debieron enfrentarse con el hambre, el frío y - por sobre todo- contra la brutalidad de gran parte de la oficialidad que se mostró cruel e insensible; convirtiéndose de hecho en enemigos desleales y permanentes. Es sabido que varios soldados fueron estaqueados por la noche, por protestar a causa de la deficiente alimentación. Algunos de los oficiales que realizaron estas deplorables tareas - nunca está demás recordarlo- se postularon o postulan para recibir el voto popular, como Aldo Rico y el ya occiso Mohamed Ali Seineldin. Mientras tanto, la población donaba dinero, joyas, vestidos y comida para las tropas. Varios de estos artículos fueron comercializados en distintos negocios de todo el país. La guerra no se pudo ganar, pero sirvió para que algunos oficiales lucraran con la solidaridad popular. También existió un Fondo Patriótico Malvinas, cuyo rendimiento nunca se realizó públicamente. La causa por este desfalco quedó perdida en algún rincón del kafkiano Palacio de Tribunales.
Finalizado el conflicto, el informe Rattenbach - una investigación jurídica realizada dentro de los propios sectores militares- dictaminó acerca de las gruesas fallas de conducción que pudieron observarse en las fuerzas armadas argentinas. El informe - publicado muy recientemente por decisión de Cristina Fernández- fue lapidario y recomendó severísimas penas que fueron dictadas por tribunales civiles, cuando ya en democracia, los culpables del desastre fueron juzgados. Posteriormente, el indulto dictado por Menem consagró – una vez más- la atávica impunidad que los ciudadanos amantes de la justicia pretenden superar en el país; para estos crímenes y para muchos otros. Impunidad o castigo para los crímenes es un nudo ético que divide algo más que aguas en nuestra sociedad.
La cuestión Malvinas hoy y la política pasada y presente
Existen desvergonzados escribas al servicio de la reacción que no vacilan en vomitar sandeces de diversos pelajes, pero siempre las pilosidades asumen contornos simiescos de la variedad gorila. Así un periodista se permitió decir con impostura doctoral que no había diferencias entre Galtieri y la presidente Kristina Fernández. Un análisis medianamente racional muestra lo absurdo de ciertas asimilaciones muy claramente contra natura. Galtieri y sus cofrades en la hermandad genocida utilizaron una justa causa nacional para ocultar y embellecer su proyecto de saqueo, represión sanguinaria y postración de la patria. La primer mandataria actual encabeza una coalición que le ha devuelto a la Argentina la condición de nación, la ha reinsertado con un rol muy definido en el contexto latinoamericano y mundial y preside un ciclo de mejoría popular, casi sin precedentes en la historia. Por otra parte, en Galtieri, la guerra fue la prolongación de sus maniobras y tramoyas por otros (aventureros) medios. Por el contrario, en Kristina, la guerra de las Malvinas sólo puede concluir con el triunfo de nuestro pueblo si sabemos desplegar por medios pacíficos el conjunto de medidas políticas y acciones diplomáticas que aislaren a los imperialistas y fortalezcan las posiciones nacionales. El modo en que nuestra causa fue tomada por el Mercosur, la Unasur, la Celac y provocó una modesta grieta en el bloque imperialista (E.E.U.U. instó a Gran Bretaña a negociar) demuestra que el gobierno nacional marcha por el buen camino en esta, sin dudas, muy larga conflagración por la recuperación de un territorio nacional amputado por la agresión colonialista.
La guerra sirvió también para mensurar la miseria ética e intelectual de gran parte de la dirigencia política argentina. La inmensa mayoría de los políticos se alineó en la aventura militar, concurriendo a izar banderas junto al ejército y avalando prácticamente todo lo actuado por la Junta Militar con relación al conflicto. También los partidos de izquierda quedaron pegados en la “defensa de la patria”, equívoco nombre que recibía la defensa objetiva de la dictadura, independientemente de la voluntad de quienes adherían a estos discursos. Ni siquiera en la inminencia de la trágica carnicería que sufrirían los conscriptos pudieron despojarse del tono festivo e irresponsable característico de su accionar. Así, un volante del M.A.S. advertía “que los militares no pretendan apropiarse del justo sentimiento popular por las Malvinas”. Sólo hay que cerrar los ojos e imaginar a Galtieri o alimañas semejantes diciendo “nosotros lo íbamos a utilizar, pero ahora que el M.A.S. no está de acuerdo desistimos”. Si algún ingenuo cree que han cambiado debería verlos en la actualidad con su célebre consigna “que la crisis la paguen los capitalistas” para ver que la formulación de enunciados grandilocuentes jamás va acompañada por la construcción de la fuerza social y política que eventualmente garantizare la realización de tan loables propósitos.
Estos partidos no habían digerido adecuadamente una afirmación que antes del conflicto ellos mismos realizaban: “Un territorio no vale más que la vida de las personas que lo habitan”. El colmo del ridículo lo protagonizó nada extrañamente el Partido Obrero, que desde su periódico llamaba a los trabajadores a dirigirse a los cuarteles y pedirles armas a las fuerzas armadas para enfrentar a los ingleses. Afortunadamente, los obreros ni leían estas imbecilidades, y si las leían, les hacían caso omiso. De haber puesto en prácticas estas sugerencias, hubieran comprobado hacia que lado apuntaban los fusiles del ejército. Ni el décimo aniversario, ni el vigésimo, ni ninguno sirvieron para que intentasen alguna vez algo parecido a una autocrítica: Su máximo dirigente Jorge Altamira declaró: “Rechazamos la unidad nacional sobre Malvinas”. Si no es galvanizando la unidad de la nación ¿cómo pueden recuperarse Las Malvinas? ¿Con soviets de obreros, soldados y campesinos? Y remata: “El planteo de 'negociemos' es simplemente entreguista”. Si el deseo de Altamira y sus seguidores excluye la negociación sería muy loable que se inscriban en primera línea del fuego.
Las posiciones pacifistas sólo fueron defendidas por un puñado de integrantes de diversos organismos defensores de los derechos humanos y por individualidades que poco eco lograban, en el marco de la férrea censura impuesta por la dictadura, contrastada con el ruidoso coro de defensores de la absurda aventura.
Párrafo aparte merece el tratamiento recibido por los combatientes luego de la guerra. Los soldados fueron despedidos hacia las batallas en medio de una sonora parafernalia triunfalista. Producida la derrota, fueron recibidos en silencio, casi con vergüenza. Desde entonces, la sociedad y los sucesivos gobiernos se hacen los tontos frente al problema del reconocimiento y la reinserción de los soldados ex-combatientes en Malvinas. Sólo los gobiernos presididos por Néstor Carlos Kircher y su sucesora asumieron el compromiso de dotar a los veteranos con las merecidas pensiones y otros beneficios; que no dejan de ser tímidas medidas paliativas. Por cierto también hubo planes de reinserción laboral, acceso preferencial a prestaciones de salud, por citar algunos aspectos necesarios y urgentes; que siempre resultarán escasos frente al daño sufrido por los combatientes, víctimas dilectas de la dictadura genocida, de sus ejecutores uniformados y de los empresarios con sus capitales tintos de sangre.
Pero aún así estaban en mejor situación que quienes quedaron en las islas a los que nadie podía devolverle la vida. Estos conscriptos, los que fallecieron y los que sobrevivieron, en su mayoría eran provenientes de las franjas más bajas de la población y merecen el reconocimiento de toda la sociedad. Como en E.E.U.U., durante la guerra de Vietnam, sólo los pobres dieron sus hijos al ejército. Los sectores acomodados pagaban para que sus vástagos zafasen de la peligrosa milicia.
Lo único positivo que arrojó el conflicto es que la dictadura criminal debió irse, abriendo paso a la democracia - independientemente de la valoración que hagamos de ella- que hoy goza el pueblo argentino. Pero en la medida que los genocidas debieron irse en estas condiciones, sin sufrir una derrota contundente por parte del pueblo; se gestaron las condiciones de una democracia débil, superficial y procedimental. El poder económico - verdadero causante y beneficiario del criminal plan de gobierno implementado desde 1976- observaba todo el proceso desde bambalinas y sacó las conclusiones del caso: los militares dejaban de ser confiables, era necesario pasar a otra etapa: las democracias restringidas y condicionadas que vivimos en las dos primeras décadas de la restauración institucional. Recién se rompió con los severos límites descriptos gracias al proceso comenzado en el 2003.
La guerra de Malvinas fue una radiografía de la sociedad argentina, de sus miedos, sus inconsecuencias, sus límites, sus terrores y de las dificultades - muchas de las cuales aún hoy siguen vigentes- para que el pueblo argentino decida su destino y pueda gozar de la paz, el bienestar y la prosperidad que desea. Un gobierno que alentó la disolución nacional y el empobrecimiento popular - como fue la gavilla de criminales que presidió el país entre 1976 y 1983- no puede ser portaestandarte de ninguna causa justa.
En nuestra impresión, las tareas centrales que tenemos como sociedad son recrear la ciudadanía social para el pueblo y la máxima autonomía para el estado nacional. En este marco, el pueblo argentino debatirá el mejor modo de que las Falkalnd pasen a llamarse Malvinas. La vía diplomática encarada por el gobierno nacional le ha deparado algunos éxitos, como la declaración de apoyo por parte de todos los países de nuestra América, incluyendo los anglo-parlantes.
Lógicamente no están los E.E.U.U. y, como no podía ser de otra manera, los grandes medios de comunicación han silenciado el logro de la diplomacia cristinista, prolongando la censura dictatorial; pero por otros medios.
Tales nos parecen las conclusiones más significativas hacia las tres décadas del desembarco.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

(Este artículo fue publicado hace ya tres años -la fecha está indicada arriba-, pero su permanencia es constante por lo que significó para los hermanos argentinos la guerra de Las Malvinas. 
El autor del texto es Raúl Isman, un brillante historiador contemporáneo de esa nacionalidad).