Bajo un manto de neblina
No las henos de olvidar…
De la marcha oficial
que se escuchaba en los medios
durante el conflicto
Los aniversarios terminados en 0 o en 5 resultan más propicios para recordar - con tristeza o fastuosamente- los acontecimientos que dejaron una impronta significativa en la historia de los pueblos. Es el caso del que se recuerda hoy, trigésimo aniversario del desembarco argentino en el archipiélago de Las Malvinas, mentado Falkalnd por los británicos. En las siguientes líneas, escritas originalmente en el año 2001 y actualizadas cada tanto, dejaremos sentada nuestra opinión; a contrapelo de las muchas posiciones predominantes. Siempre es bueno recordar como el 2 de abril de 1982, los sufridos habitantes de nuestro país nos desayunamos con una noticia sorprendente: la dictadura militar más entreguista que conoció el país en toda su historia había recuperado las Islas Malvinas, territorio argentino usurpado por los ingleses desde 1833. La noticia - que provocó alegría en los ingenuos y desconfianza en los ciudadanos más críticos- soslayó y sirvió para silenciar muchas cuestiones decisivas: una de ellas fue la feroz represión descargada sobre la marcha que - contra la política económica neoliberal del gobierno procesista y sus secuelas terribles sobre el cuerpo social de la nación- la Confederación General del Trabajo (C.G.T.) había realizado dos días antes. Otra, el deterioro de las condiciones de vida del pueblo, enorme por aquellos días. Por otra parte, a menudo ni siquiera se menciona que la “sorprendente” novedad había sido sugerida y anticipada de modo críptico por algunos diarios desde meses antes. Está por escribirse una historia pormenorizada acerca de la influencia y el obrar de los medios en los tiempos previos, durante el conflicto (en descarada complicidad con los objetivos de los dictadores para ocultar la marcha de la guerra al pueblo) y en los acontecimientos posteriores.
Para poder comprender adecuadamente lo que ocurría en 1982, es necesario reflexionar sobre las causas de la aventura militar, aventura que costaría gran cantidad de vidas y el abandono de los militares del poder como respuesta necesaria a la derrota humillante frente a las tropas imperialistas, superiores en tecnologías de todo tipo, armamento y preparación para el combate. Esta reflexión resulta absolutamente necesaria dado que la debilidad y raquitismo que exhibió la democracia argentina durante parte de su trayectoria hunde sus raíces en los tiempos finales de la dictadura genocida y la mordedura del polvo por parte de los genocidas se halla más causada en la (auto)humillación que se confirieron, que en un proceso de lucha popular masiva que los arrojase fuera del poder político.
En distintas circunstancias, como clases y conferencias, interpelados los auditorios con la pregunta de quien comprende mejor el fenómeno de la guerra, si un filósofo o un guerrero, las respuestas se dividen entre la primera o la segunda de las opciones. En realidad, la mayor claridad la aportó el alemán Carl von Clausewitz (1780-1831), quien fue al mismo tiempo militar y filósofo. En su célebre tratado "De la guerra" afirma que...
“La guerra no es otra cosa que una prolongación de la política”.
Para decirlo con otras palabras, es la continuación de la política por otros medios. Por ello, comprender la guerra de las Malvinas implica necesariamente captar cuales fueron las direccionalidades políticas que se continuaron por medio de las armas, en la guerra iniciada en el Atlántico Sur.La dictadura argentina había asumido el poder en 1976, favorecida por la situación de crisis absoluta que se vivía en el país. Esto le dio el consenso necesario para legitimarse. Nunca está de más sostener que ningún gobierno puede sustentarse sin contar con la aceptación - activa o pasiva- de una franja sustancial de la sociedad. Estos sectores - que prestaron su apoyo a los genocidas- no fueron toda la sociedad, ya que alcanzó con reprimir, silenciar y aterrorizar a los más férreamente opositores. Entre quienes alentaron el golpe se destacaban sus principales beneficiarios: los grandes empresarios, el poder económico. Pero también le prestaron aceptación pasiva sectores populares paralizados por la inflación imperante en la época, por la crisis política-institucional y por la violencia irracional de las organizaciones guerrilleras. El imperativo de orden que los militares encarnaban fue lo que les dio la legitimidad, a despecho que tal orden era conquistado por medio de terribles violaciones a los derechos humanos. Por otra parte, ni puede ni debe omitirse que semejantes tropelías no eran un secreto para nadie y que eran aceptadas (aún con poco oculto entusiasmo) por parte de franjas significativas de nuestra sociedad.
Debido a la continua aplicación de una política económica que empobrecía a gran parte del pueblo, desindustrializaba al país y desestructurada los mecanismos estatales para favorecer a los sectores más débiles, el primitivo apoyo con que contaban los militares se había desgastado a lo largo de los ya seis años transcurridos desde el veinticuatro de marzo de 1976. La deuda externa y la desindustrialización habían descapitalizado al país; el desempleo y la pobreza iban en constante aumento con sus inevitables secuelas de marginalidad y achicamiento del mercado interno, la especulación financiera (popularmente llamada la plata dulce) era una práctica constante que socavaba las reservas morales - además de las económicas- de la nación, por citar sólo algunas circunstancias que avalan lo que afirmamos. Por lo tanto, los militares - debilitados también ellos por las diversas crisis que desgarraban a la sociedad y por sus disensos internos- deseaban relegitimarse.
Para ello inventan la ridícula aventura de Malvinas, que comenzó con la acción de unos “operarios” en las vecinas Islas Orcadas. Entre los “trabajadores” (que fueron detenidos al poco tiempo por tropas británicas) se hallaba nada menos que un paradigma de la represión procesista el infame Capitán Alfredo Astiz. El conjunto de la logomaquía pergeñada por los cerebros dictatoriales constituía una extraña idea que parecía más adecuada para la imaginación afiebrada de algún novelista influenciado por el realismo fantástico o mágico que para la frialdad que debe guiar el pensar de verdaderos estrategas. Es así que una exótica nación del fin del mundo, dirigida por un general borracho (ebrio le habló a una multitud en vísperas de la conflagración), el inefable Leopoldo F. Galtieri que había reemplazado a su colega Viola a fines de 1981, pretendía desafiar al complejo militar más sofisticado del orbe: la O.T.A.N., preparado a su vez para lidiar con la que entonces era la otra superpotencia, la Unión Soviética. La inevitable derrota significó el fin de la dictadura, en una escena que parece calcada de cuando un boxeador tonto se noquea a si mismo haciendo sombra en el gimnasio. Pero en esta derrota, originada en su propia estupidez e incapacidad y no en la movilización popular, se origina gran parte de la debilidad e inconsecuencia de la democracia argentina durante gran parte de sus casi tres décadas de existencia.
Sintetizando, la política que lleva a la guerra de las Malvinas - desde el bando de los militares argentinos- consistía en la necesidad de relegitimar a un régimen criminal y saqueador desgastado por la continua aplicación de un modelo de características neoliberales que causaba pobreza y exclusión en lo político, lo económico y lo social. El objetivo de los genocidas era que la recuperación de un territorio nacional irredento hiciera olvidar a la sociedad las gruesas dificultades que atravesaba por culpa precisamente de las políticas aplicadas por la dictadura.
Por el lado británico, la situación no era muy distinta. Gobernaba desde 1979 la primer ministro conservadora Margaret Thatcher, la dama de hierro, quien no pasaba su mejor momento debido a la resistencia de los sindicatos de trabajadores contra su política económica neoliberal. En rigor, fue el primer gobierno en un país central que impuso su orientación nefasta para los sectores subalternos. Poco después la seguiría Ronald Reagan en E.E.U.U. y previamente la había precedido la infame dictadura de Pinochet en el sufrido Chile. No es muy frecuente que se resalte el hecho que la imposición del liberalismo económico en nuestra América tuviera por condición previa despotismos sangrientos.
Mariano Grondona, crítico pertinaz contra el actual gobierno nacional supuestamente por su acendrado “autoritarismo”, se preguntaba frente a la debacle política del criminal Pinochet como poner a salvo su política económica. Es decir, que el neoliberalismo es antitético con la democracia, como demuestra la situación contemporánea en la Unión Europea (ver por ejemplo
http://www.redaccionpopular.com/articulo/el-ocaso-de-la-democracia-europea). Para Thatcher, la ocasión de ”liberar” territorio “británico” caído en poder de la junta militar argentina - que ella a partir de la invasión pasó a denominar “fascista”- resultaba fundamental para fortalecer su cuestionada acción de gobierno, exaltando el sentimiento nacionalista de su pueblo, en gran parte nostálgico de la época de apogeo del imperio. En síntesis, se trataba de relegitimar también a un gobierno débil y desgastado en este caso por una oposición social muy activa, durante aquella época (fines de 1981 y principios de 1982).
Los observadores de ambos lados - a partir del desencadenamiento del conflicto- pudieron observar, curiosos, extrañas mutaciones. El gobierno militar argentino, en especial Galtieri - que hacia fines de 1981 había asumido con la explícita vocación de que la Argentina volviera al mundo occidental- debió arrojarse en brazos de una rara alianza con el movimiento de países del tercer mundo. En una recordada conferencia de países tercermundistas celebrada en La Habana, el ya fallecido canciller de dos dictaduras, Nicanor Costa Méndez, se abrazaba (por cierto, más que azorado) con el mismísimo Fidel Castro, en una extraña parábola de la alineación occidental. En Inglaterra, las cosas no eran muy distintas. Margaret Thatcher denunciaba a la “sangrienta dictadura” que ella misma había avalado poco antes.
Mientras tanto, la prensa lamebotas del proceso la presentaba como un enemigo de la nacionalidad; cuando en ocasión de su triunfo electoral, se había deslumbrado con “la simpatía y el coraje” de la “Dama de hierro”. Un año antes del conflicto, la televisión argentina - absolutamente controlada por el estado genocida- había transmitido (en vivo y en directo y con insoportable tono de boberías) el casamiento del príncipe Carlos y la fallecida princesa Lady Di. Como se ve - hoy como ayer- recopilar las groseras deformaciones, arbitrariedades y censuras de la prensa autodenominada independiente ameritan ya no un libro: si no una colección en varios tomos.
Pero no todo era cuestiones banales o vacías. En ocasión del conflicto se comenzaba a descubrir tardíamente las distintas manifestaciones de la cultura nacional, silenciadas hasta entonces por los medios y ámbitos dirigidos por la dictadura. Los medios de difusión - tanto la T.V. como la radio- redescubrían a artistas hasta entonces reducidos al silencio por la cruel y oprobiosa censura de los genocidas.
Relatar la derrota argentina es redundante, porque no podía ser otro el resultado. El ejército argentino era una fuerza preparada para la represión interna y no para la guerra exterior. Además, los militares vieron uno a uno como fracasaban todos sus cálculos políticos. Es preciso recordar que La guerra no es otra cosa que una prolongación de la política.
Haremos un somero listado de ellos:
1) No van a venir, les queda muy lejos afirmaba un ridículo comodoro de la fuerza aérea por televisión. El oficial de marras, Juan José Güiraldes, era descendiente del autor de una célebre novela gauchesca. ¿Habrá confundido la guerra inminente con una payada o con una trifulca de cuchilleros ebrios en una pulpería? Mientras tanto, el gobierno de Margaret Thatcher preparaba una impresionante flota.
2) La conducción militar pensaba que E.E.U.U. iba a ser neutral durante el conflicto, en reconocimiento del “trabajo sucio” realizado por comandos argentinos en Centro América y de otras tareas; como las que la dictadura realizó durante el golpe de estado dado en Bolivia, por el general García Meza en 1980. Entre los años 1977 y 1981 gobernó en Estados Unidos el presidente demócrata James Carter, quién afirmó una política de defensa de los derechos humanos que lo llevó a abandonar el apoyo previo de su país a las dictaduras sangrientas de centro y Sudamérica. En este contexto, los militares argentinos se postularon para reemplazar el histórico papel de supergendarme, que tradicionalmente había sido propio del “gran país del norte”. Desde 1981, los republicanos tornaron al gobierno y los militares argentinos esperaban recibir la gratitud por haber reemplazado a la “madre patria”. En cambio, el gobierno de Reagan privilegió la alianza estratégica con Gran Bretaña y no le concedió absolutamente nada a los militares, que ya resultaban a sus ojos un puñado de coloridos pero trágicos aventureros: una suerte de wagnerianos ridículos, desprovistos del hálito grandioso de las operas tan al gusto de Adolfo Hitler y más cercanos a personajes del sub-género bufo. Es que un imperio tiene intereses y se sirve de sus lacayos sin molestarse en brindarles gratitud. La llegada de la flota británica - y la eficaz acción que desplegó, como el hundimiento del Crucero Belgrano- hubiera sido imposible e impensable sin el aporte de información satelital brindada por el coloso del norte.
3) Cuando ya estaba la flota en las cercanías de las islas, el gobierno argentino quiso negociar, pero se encontró con que la primer ministro británica torpedeó la posibilidad de evitar la guerra con el citado hundimiento del crucero General Belgrano.
La desigual batalla es por demás conocida. Poco pudieron hacer los esforzados conscriptos y algunos oficiales valientes y abnegados frente a un ejército profesional, altamente entrenado y equipado con la más moderna tecnología bélica. En realidad, además de las fuerzas británicas, los soldados argentinos debieron enfrentarse con el hambre, el frío y - por sobre todo- contra la brutalidad de gran parte de la oficialidad que se mostró cruel e insensible; convirtiéndose de hecho en enemigos desleales y permanentes. Es sabido que varios soldados fueron estaqueados por la noche, por protestar a causa de la deficiente alimentación. Algunos de los oficiales que realizaron estas deplorables tareas - nunca está demás recordarlo- se postularon o postulan para recibir el voto popular, como Aldo Rico y el ya occiso Mohamed Ali Seineldin. Mientras tanto, la población donaba dinero, joyas, vestidos y comida para las tropas. Varios de estos artículos fueron comercializados en distintos negocios de todo el país. La guerra no se pudo ganar, pero sirvió para que algunos oficiales lucraran con la solidaridad popular. También existió un Fondo Patriótico Malvinas, cuyo rendimiento nunca se realizó públicamente. La causa por este desfalco quedó perdida en algún rincón del kafkiano Palacio de Tribunales.
Finalizado el conflicto, el informe Rattenbach - una investigación jurídica realizada dentro de los propios sectores militares- dictaminó acerca de las gruesas fallas de conducción que pudieron observarse en las fuerzas armadas argentinas. El informe - publicado muy recientemente por decisión de Cristina Fernández- fue lapidario y recomendó severísimas penas que fueron dictadas por tribunales civiles, cuando ya en democracia, los culpables del desastre fueron juzgados. Posteriormente, el indulto dictado por Menem consagró – una vez más- la atávica impunidad que los ciudadanos amantes de la justicia pretenden superar en el país; para estos crímenes y para muchos otros. Impunidad o castigo para los crímenes es un nudo ético que divide algo más que aguas en nuestra sociedad.
La cuestión Malvinas hoy y la política pasada y presente
Existen desvergonzados escribas al servicio de la reacción que no vacilan en vomitar sandeces de diversos pelajes, pero siempre las pilosidades asumen contornos simiescos de la variedad gorila. Así un periodista se permitió decir con impostura doctoral que no había diferencias entre Galtieri y la presidente Kristina Fernández. Un análisis medianamente racional muestra lo absurdo de ciertas asimilaciones muy claramente contra natura. Galtieri y sus cofrades en la hermandad genocida utilizaron una justa causa nacional para ocultar y embellecer su proyecto de saqueo, represión sanguinaria y postración de la patria. La primer mandataria actual encabeza una coalición que le ha devuelto a la Argentina la condición de nación, la ha reinsertado con un rol muy definido en el contexto latinoamericano y mundial y preside un ciclo de mejoría popular, casi sin precedentes en la historia. Por otra parte, en Galtieri, la guerra fue la prolongación de sus maniobras y tramoyas por otros (aventureros) medios. Por el contrario, en Kristina, la guerra de las Malvinas sólo puede concluir con el triunfo de nuestro pueblo si sabemos desplegar por medios pacíficos el conjunto de medidas políticas y acciones diplomáticas que aislaren a los imperialistas y fortalezcan las posiciones nacionales. El modo en que nuestra causa fue tomada por el Mercosur, la Unasur, la Celac y provocó una modesta grieta en el bloque imperialista (E.E.U.U. instó a Gran Bretaña a negociar) demuestra que el gobierno nacional marcha por el buen camino en esta, sin dudas, muy larga conflagración por la recuperación de un territorio nacional amputado por la agresión colonialista.
La guerra sirvió también para mensurar la miseria ética e intelectual de gran parte de la dirigencia política argentina. La inmensa mayoría de los políticos se alineó en la aventura militar, concurriendo a izar banderas junto al ejército y avalando prácticamente todo lo actuado por la Junta Militar con relación al conflicto. También los partidos de izquierda quedaron pegados en la “defensa de la patria”, equívoco nombre que recibía la defensa objetiva de la dictadura, independientemente de la voluntad de quienes adherían a estos discursos. Ni siquiera en la inminencia de la trágica carnicería que sufrirían los conscriptos pudieron despojarse del tono festivo e irresponsable característico de su accionar. Así, un volante del M.A.S. advertía “que los militares no pretendan apropiarse del justo sentimiento popular por las Malvinas”. Sólo hay que cerrar los ojos e imaginar a Galtieri o alimañas semejantes diciendo “nosotros lo íbamos a utilizar, pero ahora que el M.A.S. no está de acuerdo desistimos”. Si algún ingenuo cree que han cambiado debería verlos en la actualidad con su célebre consigna “que la crisis la paguen los capitalistas” para ver que la formulación de enunciados grandilocuentes jamás va acompañada por la construcción de la fuerza social y política que eventualmente garantizare la realización de tan loables propósitos.
Estos partidos no habían digerido adecuadamente una afirmación que antes del conflicto ellos mismos realizaban: “Un territorio no vale más que la vida de las personas que lo habitan”. El colmo del ridículo lo protagonizó nada extrañamente el Partido Obrero, que desde su periódico llamaba a los trabajadores a dirigirse a los cuarteles y pedirles armas a las fuerzas armadas para enfrentar a los ingleses. Afortunadamente, los obreros ni leían estas imbecilidades, y si las leían, les hacían caso omiso. De haber puesto en prácticas estas sugerencias, hubieran comprobado hacia que lado apuntaban los fusiles del ejército. Ni el décimo aniversario, ni el vigésimo, ni ninguno sirvieron para que intentasen alguna vez algo parecido a una autocrítica: Su máximo dirigente Jorge Altamira declaró: “Rechazamos la unidad nacional sobre Malvinas”. Si no es galvanizando la unidad de la nación ¿cómo pueden recuperarse Las Malvinas? ¿Con soviets de obreros, soldados y campesinos? Y remata: “El planteo de 'negociemos' es simplemente entreguista”. Si el deseo de Altamira y sus seguidores excluye la negociación sería muy loable que se inscriban en primera línea del fuego.
Las posiciones pacifistas sólo fueron defendidas por un puñado de integrantes de diversos organismos defensores de los derechos humanos y por individualidades que poco eco lograban, en el marco de la férrea censura impuesta por la dictadura, contrastada con el ruidoso coro de defensores de la absurda aventura.
Párrafo aparte merece el tratamiento recibido por los combatientes luego de la guerra. Los soldados fueron despedidos hacia las batallas en medio de una sonora parafernalia triunfalista. Producida la derrota, fueron recibidos en silencio, casi con vergüenza. Desde entonces, la sociedad y los sucesivos gobiernos se hacen los tontos frente al problema del reconocimiento y la reinserción de los soldados ex-combatientes en Malvinas. Sólo los gobiernos presididos por Néstor Carlos Kircher y su sucesora asumieron el compromiso de dotar a los veteranos con las merecidas pensiones y otros beneficios; que no dejan de ser tímidas medidas paliativas. Por cierto también hubo planes de reinserción laboral, acceso preferencial a prestaciones de salud, por citar algunos aspectos necesarios y urgentes; que siempre resultarán escasos frente al daño sufrido por los combatientes, víctimas dilectas de la dictadura genocida, de sus ejecutores uniformados y de los empresarios con sus capitales tintos de sangre.
Pero aún así estaban en mejor situación que quienes quedaron en las islas a los que nadie podía devolverle la vida. Estos conscriptos, los que fallecieron y los que sobrevivieron, en su mayoría eran provenientes de las franjas más bajas de la población y merecen el reconocimiento de toda la sociedad. Como en E.E.U.U., durante la guerra de Vietnam, sólo los pobres dieron sus hijos al ejército. Los sectores acomodados pagaban para que sus vástagos zafasen de la peligrosa milicia.
Lo único positivo que arrojó el conflicto es que la dictadura criminal debió irse, abriendo paso a la democracia - independientemente de la valoración que hagamos de ella- que hoy goza el pueblo argentino. Pero en la medida que los genocidas debieron irse en estas condiciones, sin sufrir una derrota contundente por parte del pueblo; se gestaron las condiciones de una democracia débil, superficial y procedimental. El poder económico - verdadero causante y beneficiario del criminal plan de gobierno implementado desde 1976- observaba todo el proceso desde bambalinas y sacó las conclusiones del caso: los militares dejaban de ser confiables, era necesario pasar a otra etapa: las democracias restringidas y condicionadas que vivimos en las dos primeras décadas de la restauración institucional. Recién se rompió con los severos límites descriptos gracias al proceso comenzado en el 2003.
La guerra de Malvinas fue una radiografía de la sociedad argentina, de sus miedos, sus inconsecuencias, sus límites, sus terrores y de las dificultades - muchas de las cuales aún hoy siguen vigentes- para que el pueblo argentino decida su destino y pueda gozar de la paz, el bienestar y la prosperidad que desea. Un gobierno que alentó la disolución nacional y el empobrecimiento popular - como fue la gavilla de criminales que presidió el país entre 1976 y 1983- no puede ser portaestandarte de ninguna causa justa.
En nuestra impresión, las tareas centrales que tenemos como sociedad son recrear la ciudadanía social para el pueblo y la máxima autonomía para el estado nacional. En este marco, el pueblo argentino debatirá el mejor modo de que las Falkalnd pasen a llamarse Malvinas. La vía diplomática encarada por el gobierno nacional le ha deparado algunos éxitos, como la declaración de apoyo por parte de todos los países de nuestra América, incluyendo los anglo-parlantes.
Lógicamente no están los E.E.U.U. y, como no podía ser de otra manera, los grandes medios de comunicación han silenciado el logro de la diplomacia cristinista, prolongando la censura dictatorial; pero por otros medios.
Tales nos parecen las conclusiones más significativas hacia las tres décadas del desembarco.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
(Este artículo fue publicado hace ya tres años -la fecha está indicada arriba-, pero su permanencia es constante por lo que significó para los hermanos argentinos la guerra de Las Malvinas.
El autor del texto es Raúl Isman, un brillante historiador contemporáneo de esa nacionalidad).